miércoles, 16 de mayo de 2012

MEMORIAS DE UN PERRO AMARILLO

WILLIAM SYDNEY PORTER “O HENRY”
MEMORIAS DE UN PERRO AMARILLO
O. Henry
No creo que ninguno de ustedes vaya a rasgarse las vestiduras por leer un relato puesto en boca de un animal. El señor Kipling y muchos otros buenos escritores han demostrado que los animales son capaces de expresarse en provechoso inglés, y hoy en día ninguna revista pasa a imprenta sin una historia de animales, a excepción de las articuladas publicaciones mensuales que todavía siguen sacando retratos de Bryan y de la horrorosa erupción de Mont Pelée.
Pero no vayan ustedes a buscar en mi cuento ningún tipo de literatura pretenciosa, como la de los parlamentos de Bearoo el oso, Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, reflejados en los libros de la jungla. No puede esperarse que un perro amarillo que ha pasado la mayor parte de su vida en un departamento barato de Nueva York, durmiendo en un rincón sobre una vieja combinación de satén (la misma sobre la que ella derramó el oporto en el banquete de la señora Longshoremen), sea capaz de grandes trucos en el arte de hablar.
Nací cachorro amarillo; con fecha, localidad, pedigrí y peso desconocidos. Mi primer recuerdo es que una vieja me tenía dentro de una cesta en la esquina de Broadway con la calle Veintitrés, tratando de venderme a una señora gorda. La vieja Mamá Hubbard se dedicaba a hacerme publicidad sin límites, anunciándome como un genuino fox-terrier de Stoke Poges, de origen pomeranio-hambletonio, chino, hindú y rojo irlandés. La mujer gorda empezó a rebuscar un billete de cinco dólares entre las muestras de gros grain que llevaba en el bolso hasta que logró cazarlo, y se dio por vencida. Desde aquel momento me convertí en una mascota, en el caprichito de mamá. Dígame, querido lector, ¿le ha cogido a usted alguna vez una mujer de noventa kilos, echándole el aliento con aroma de Camembert y Peau d’Espagne y restregándole la nariz por todo el cuerpo, al tiempo que repetía sin cesar con un tono de voz a lo Emma Eames: «¿Quién es la cosita más chiquitita y más preciosa de su amita?»
De ser un cachorro amarillo con pedigrí pasé a ser un anónimo chucho amarillo que parecía un cruce de gato de Angora con una caja de limones. Pero mi ama nunca se apeó del burro. Tenía la certeza de que los dos primitivos cachorros que Noé recogió en su arca no eran sino una rama colateral de mis antepasados. Dos policías tuvieron que impedirle la entrada en el Madison Square Garden donde pretendía presentarme al premio de sabuesos siberianos.
Les hablaré ahora de aquel departamento. La casa era del tipo más común en Nueva York, con mármol de la isla de Paros en el suelo del portal y terrazo a partir del primer piso. Había que subir... bueno, más bien trepar tres tramos de escaleras hasta nuestro hogar. Mi ama lo alquiló sin amueblar, y lo decoró con los elementos habituales: tresillo tapizado estilo 1902, un cromo al óleo que representaba a una geishas en un salón de té de Harlem, plantas artificiales y un marido.
¡Por Sirius!, qué pena me daba aquel pobre bípedo. Era un hombre pequeño, con pelo y patillas color de arena, muy semejantes a las mías. ¿Picoteado por la gallina de su mujer? Tucanes, flamencos y pelícanos parecían tenerle dominado bajo sus picos. Secaba los platos y escuchaba a mi ama contarle lo baratas y andrajosas que eran las ropas tendidas por la vecina del segundo, la del abrigo de ardilla. Y todas las noches, mientras ella preparaba la cena, lo obligaba a sacarme de paseo atado al extremo de una correa.
Si los hombres supiesen cómo las mujeres pasan el tiempo cuando están solas no se casarían jamás. Laura Lean Jibbey, un poco de crema de almendras sobre los músculos del cuello, cascar cacahuetes, los platos sin fregar, media hora de cháchara con el hombre del hielo, lectura de un montón de cartas viejas, un par de tapas de escabeche y dos botellas de extracto de malta, una hora entera mirando furtivamente al piso del otro lado del patio por un agujero de la ventana..., y poco más queda por contar. Veinte minutos antes de que él llegue del trabajo se apresuran a arreglar la casa, cambian de cara para no dejar translucir su holgazanería, y sacan gran cantidad de labores de costura para hacer un paripé de diez minutos.
Llevaba yo una vida perra en aquel piso. La mayor parte del día me la pasaba tumbado allí, en mi rincón, viendo cómo aquella mujer gorda mataba el tiempo. A veces me dormía y tenía sueños imposibles en los que perseguía a gatos por los sótanos y gruñía a viejas de negros mitones, tal y como se supone que debe hacer un perro. Entonces ella se cernía sobre mí y me lanzaba una de aquellas sartas de cursilerías de caniche y me besaba en el hocico, pero ¿qué podía hacer yo? Un perro no puede mascar ajos.
Empecé a sentir compasión por Maridito, ¡se los juro por mis gatos! Nos parecíamos tanto que la gente se daba cuenta cuando salíamos, y así andábamos desconcertados por las calles por las que baja el taxi de Morgan, y nos poníamos a trepar por los montones de la última nieve de diciembre en los barrios donde vive la gente de poco dinero.
Una tarde en que íbamos paseando como digo, y yo intentaba parecer un San Bernardo con premio, y el buen viejo pretendía simular que no había asesinado al primer organillero al que se le ocurriese tocar la marcha nupcial de Mendelssohn, miré hacia mi amo y le dije a mi manera:
-¿Por qué te amargas la vida, tú, soldado británico con galones de estopa? A ti jamás te besa. No tienes que sentarte en su regazo y escuchar una charla que lograría que un libreto de comedia musical pareciese las máximas de Epicteto. Tendrías que estar agradecido por no ser un perro. Ánimo, Benedick, y sacúdete de encima las melancolías.
El desdichado cónyuge me miró con una mirada de inteligencia casi canina.
-¡Ay, perrito! -dijo-. Perrito bueno. Casi parece como si fueras capaz de hablar. ¿Qué te pasa, perrito, hay gatos?
¡Gatos! ¡Capaz de hablar!
Pero, naturalmente, no podía entenderme. A los humanos les ha sido negado el lenguaje animal. El único lugar común de entendimiento entre los perros y el hombre está en la ficción.
En el piso frente al nuestro vivía una señora con un terrier negro y canela. Su marido le ponía la traílla y lo sacaba todas las tardes, pero siempre volvía a casa silbando y de buen humor. Un día nos rozamos los hocicos el terrier y yo en el descansillo, y le pedí una explicación.
-Escucha, Brinca-y-salta -le dije-, sabes muy bien que no es propio de la naturaleza de un hombre de verdad el hacer de niñera de un perro en público. No he visto jamás a ninguno de los que llevan a un perro con una correa que no diese la impresión de querer pegar a cualquier hombre que le mirara. Pero tu jefe vuelve todos los días a casa de un humor excelente y tan dispuesto como un prestidigitador aficionado haciendo el truco del huevo. ¿Cómo lo consigue? No vayas a decirme que le gusta.
-¿Que qué hace? -dijo el negro-y-canela-. Pues, usa el Propio Remedio de la Naturaleza. Al principio volvía a casa como quien acaba de perder su pasta al póquer. Cuando hemos estado ya en ocho bares, le da lo mismo si la cosa que tiene al final de la traílla es un perro o un bagre. He perdido dos pulgadas de rabo en mis intentos por esquivar esas dichosas puertas giratorias.
La pista que me dio aquel terrier -satisfactoria imitación de vodevil- me hizo pensar.
Una tarde, alrededor de las seis, mi ama le ordenó que se pusiese en acción y realizase el acto de oxigenar a «Bello». He tratado de mantenerlo oculto hasta ahora, pero así es como me llamaba. Al negro-y-canela le llamaban «Dulzor». Bien mirado, creo ser mejor que él cazando conejos. Aun así, opino que «Bello» es una especie de lata nominal colgada del rabo de la dignidad de uno.
En un lugar tranquilo de una calle sin peligros tiré de la correa de mi guardián frente a una atractiva y refinada cantina. Me lancé como una flecha furiosa hacia las puertas, gimiendo como un perro que pretende comunicar el mensaje de que la pequeña Alice acaba de hundirse en el lodo mientras está recogiendo lilas en el arroyo.
-Caray, ¿qué ven mis ojos? -dijo el viejo con un remedo de sonrisa-; que Dios me prive de la vista si este chucho azafrán hijo de limonada con sifón, no me está pidiendo que me tome una copa. Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que no ahorro suela de zapato apoyándola en la barra de un bar? Me parece que...
Comprendí que ya estaba en mis manos. Pidió whisky a palo seco, sentado ante una mesa. Durante una hora estuvieron llegando los Campbell. Yo me senté a su lado llamando al camarero con golpecitos de la cola, y consumiendo comida gratis en nada comparable a la que mamá traía al departamento en su carrito casero después de comprarla en una tienda ocho minutos antes de que llegase papá.
Cuando se habían agotado todos los productos escoceses, excepto el pan de centeno, el viejo me desató de la pata de la mesa y me sacó jugueteando a la calle como un pescador sacaría a un salmón. Al llegar allí me quitó el collar y lo tiró al suelo.
-Pobre perrito -dijo-; mi buen perrito. Ella no volverá a besarte nunca más. Es una condenada vergüenza. Mi buen perrito, aléjate, déjate pillar por un tranvía y sé feliz.
Me negué a marcharme. Salté y retocé alrededor de sus piernas, tan feliz como un doguillo en una alfombra.
-Óyeme bien, viejo cazador de marmotas con cerebro de mosquito -empecé a decirle-, tú, viejo sabueso aullalunas, ojeaconejos y robahuevos, ¿es que no te das cuenta de que no quiero abandonarte? ¿No te das cuenta de que los dos somos cachorros perdidos en el bosque y que el ama es el tío cruel que te persigue a ti con el trapo de secar los platos y a mí con el linimento matapulgas y un lacito rosa para atármelo al rabo? ¿Por qué no cortar con eso para siempre y ser compañeros hasta la muerte?
-Perrito -repuso al fin-, no vivimos más que una docena de vidas en esta tierra, y muy pocos de nosotros llegamos a vivir más de trescientos años. Si vuelvo a ver ese departamento en mi vida es que soy un fracasado, y si lo vuelves a ver tú es que eres un lameculos, y no hablo en broma. Apuesto sesenta contra uno a que este caballo gana por la longitud de un perro tejonero.
No había correa ya, pero fui trotando junto a mi amo hacia el transbordador de la calle Veintitrés. Y los gatos que se cruzaron en nuestro camino tuvieron sobradas razones para dar gracias por haber sido dotados de uñas prensiles.
Al llegar a la orilla de Jersey, mi amo le dijo a un forastero que estaba allí de pie comiendo un bollo recién hecho:
-Yo y mi perrito nos dirigimos a las montañas Rocosas.
Pero cuando más dichoso me sentí fue cuando mi viejo me tiró de las dos orejas hasta que aullé, y dijo:
-Óyeme bien, cabeza de mono, cola de rata, hijo azufrado de un felpudo, ¿sabes cómo te voy a llamar?
Me acordé de «Bello» y gemí lastimeramente.
-Te voy a llamar «Pedrito» -dijo mi amo, y si yo hubiera tenido cinco colas no habría tenido suficientes para agitarlas celebrando merecidamente el hecho.
FIN

martes, 15 de mayo de 2012

LA ESTATUA DE SAL

LA ESTATUA DE SAL
Leopoldo Lugones

He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
-Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
-He visto los cadáveres de las ciudades malditas -dijo una noche a su huésped-. He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
-Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma -dijo en voz baja Sosistrato.
-Sí, conozco el pasaje -añadió el peregrino-. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena...
-Es la justicia de Dios -exclamó el solitario.
-¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? -replicó suavemente el viajero que parecía docto en letras sagradas-. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?...
Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún... El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. ¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo...
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe... las ciudades ardidas... todo aquello se desvanecía en una clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer... ¡esa mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
-Mujer, respóndeme una sola palabra.
-Habla... pregunta...
-¿Responderás?
-Sí, habla; ¡me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
-Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió:
-Oh, no... ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
-¡Dime qué viste!
-No... no... ¡Sería el abismo!
-Yo quiero el abismo.
-Es la muerte...
-¡Dime qué viste!
-¡No puedo... no quiero!
-Yo te he salvado.
-No... no...
El sol acababa de ponerse.
-¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
-¡Por las cenizas de tus padres!...
-¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.
FIN
* Nota de Ciudad Seva: Según la Biblia, en Sodoma dos ángeles le dijeron a Lot: «Date prisa, toma a tu esposa y a tus dos hijas y márchate, no sea que te alcance el castigo de esta ciudad.» Una vez fuera, le dijeron: «Ponte a salvo. Por tu vida, no mires hacia atrás ni te detengas en parte alguna de esta llanura, sino que huye a la montaña para que no perezcas.» Entonces Yavé hizo llover del cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre ardiendo que venía de Yavé, y que destruyó completamente estas ciudades y toda la llanura con todos sus habitantes y la vegetación. La mujer de Lot desatendió el mandato de los ángeles y miró hacia atrás: quedó convertida en una estatua de sal.

LEOPOLDO LUGONES

(Villa María del Río Seco, Argentina, 1874 - Buenos Aires, 1938) Poeta argentino. Hombre de vasta cultura, fue el máximo exponente del modernismo argentino y una de las figuras más influyentes de la literatura iberoamericana.
Pasó la niñez y la adolescencia en su tierra natal, y tras breve temporada en Santiago del Estero, se estableció en Buenos Aires en 1895. Trabajó en el diario El Tiempo y en 1897 fundó, con José Ingenieros, La Montaña, periódico socialista revolucionario. Tras algunos empleos menores, llegó a la dirección de la Biblioteca Nacional de Maestros. Hizo varios viajes a Europa y residió en París de 1911 a 1914. Colaboró en La Nación y obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1926. En 1928 fundó la Sociedad Argentina de Escritores. Su apoyo al golpe de Estado de 1930, la posterior desilusión que éste le produjo y quizás una profunda crisis sentimental lo llevaron a una depresión que culminó en su suicidio.
Es de destacar su particular evolución política. Se inició como un firme partidario de la ideología socialista, cuya introducción en Argentina se debe, en parte, a sus primeras soflamas políticas. Sin embargo, poco a poco fue retrocediendo hacia posturas más conservadoras: tras un breve período de adscripción al pensamiento liberal, se inclinó decididamente hacia la derecha y acabó convertido en uno de los principales valedores del fascismo argentino, sobre todo a partir de 1924, fecha en la que proclamó que había llegado "la hora de la espada". Seis años después, ya consagrado como una de las cabezas pensantes del movimiento reaccionario austral, colaboró activamente con el golpe de estado militar del general José Félix Uriburu (6 de septiembre de 1930).
Como poeta, Leopoldo Lugones irrumpió en el panorama literario argentino con el poemario Los mundos (1893), que pasó prácticamente inadvertido. Su encuentro con Rubén Darío, en Buenos Aires, en 1896, fue decisivo para reorientar la poesía de Lugones. El retoricismo de Las montañas de oro (1897) no tardó en ser sustituido por el tono irónico, extravagante e imaginativo de Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario sentimental (1909).
En ambos libros se respira una atmósfera refinada y decadente, plena de languidez y elegancia modernistas, dentro de una corriente estética claramente influida por la creación de Rubén Darío. Su estilo se distingue por su originalidad creadora, y la precisión y la belleza lírica de sus versos.
A partir de 1910 Leopoldo Lugones cambió de registro poético para centrarse en una exaltación de su tierra y sus gentes (Odas seculares, 1910). Posteriormente, los asuntos cotidianos, vistos al trasluz de una rutina íntima, se convirtieron en el objeto de su siguiente entrega poética, titulada El libro fiel (1912), obra a la que siguieron otros poemarios como El libro de los paisajes (1917), Las horas doradas (1922) y Romancero (1924). Al final de su trayectoria poética, Lugones se decantó por el cultivo de una poesía narrativa: Poemas solariegos (1927) y Romances del Río Seco (que vio la luz, póstumamente, en 1938).
En su faceta de narrador, Lugones sobresalió principalmente por sus relatos, recogidos en Las fuerzas extrañas (1906), La torre de Casandra (1919), Cuentos fatales (1924) y La patria fuerte (1933). En muchas de estas narraciones breves, Lugones ensayó diferentes acercamientos fantásticos que pueden considerarse precursores de los mejores relatos de algunos de los más grandes cultivadores de este difícil género, como Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges (uno de los mayores admiradores de Lugones) y Julio Cortázar.
Publicó además dos novelas espléndidas: un relato histórico sobre la guerra de la independencia, titulado La guerra gaucha (1905), y unas meditaciones esotéricas que, en forma de novela teosófica, aparecieron bajo el título de El ángel de la sombra (1926). En la década de los años cuarenta, La guerra gaucha fue objeto de una versión cinematográfica que se convirtió en uno de los principales referentes del cine argentino de su tiempo.
También brilló Leopoldo Lugones en su condición de ensayista, faceta en la que dejó algunos títulos tan relevantes como El imperio jesuítico (1904), Las limaduras de Hephaestos (1910) e Historia de Sarmiento (1911). Las conferencias sobre el Martín Fierro de José Hernández, obra que leyó como poema épico, reunidas en El payador (1916), constituyen sin duda un hito en la interpretación de la literatura gauchesca. Además, dejó testimonio impreso de las constantes mutaciones de su pensamiento político, plasmadas en Mi beligerancia y La grande Argentina.

miércoles, 9 de mayo de 2012

AUTORRETRATO DE PABLO NERUDA

AUTORRETRATO
Por mi parte soy o creo ser duro de nariz,
mínimo de ojos, escaso de pelos en la cabeza,
creciente de abdomen, largo de piernas,
ancho de suelas, amarillo de tez,
generoso de amores, imposible de cálculos,
confuso de palabras, tierno de manos,
lento de andar, inoxidable de corazón,
aficionado a las estrellas, mareas, maremotos,
admirador de escarabajos, caminante de arenas,
torpe de instituciones, chileno a perpetuidad,
amigo de mis amigos, mudo de enemigos,
entrometido entre pájaros, maleducado en casa,
tímido en los salones, arrepentido sin objeto,
horrendo administrador, navegante de boca
y yerbatero de la tinta, discreto entre los animales,
afortunado de nubarrones, investigador de mercados,
oscuro en las bibliotecas, melancólico en las cordilleras,
incansable en los bosques, lentísimo de contestaciones,
ocurrente años después, vulgar durante todo el año,
resplandeciente con mi cuaderno, monumental de apetito,
tigre para dormir, sosegado en la alegría,
inspector del cielo nocturno, trabajador invisible,
desordenado, persistente, valiente por necesidad,
cobarde sin pecado, soñoliento de vocación,
amable de mujeres, activo por padecimiento,
poeta por maldición y tonto de capirote.

Pablo Neruda

lunes, 7 de mayo de 2012

ALGUNOS MITOS SOBRE LA CREACIÓN

Los Mayas

ChichenItzaSegún los Mayas había dos personas, Tepeu y Gucumatz. Se sentaban a pensar sobre cosas y luego esas cosas existían. Se imaginaban montañas, la tierra, los océanos, el cielo y los animales y una vez que los imaginaban, aparecían. Usaron barro para crear personas las cuales se deshacían cuando se mojaban, así que hicieron personas de madera. Estas personas causaban problemas entonces el Dios creó una inundación y los destruyó a todos. Les permitieron volver a empezar. Así es como la Tierra llegó a ser como es hoy.

Los Escandinavos

mythological ornamentsSegún los Escandinavos, había un vacío que necesitaba ser llenado. Había dos dioses, Muspell y Niflhiem. Muspell era el lider de un mundo de fuego y Niflhiem era el líder de un mundo de hielo. Ellos jugaban en este espacio vacío. Dentro del espacio el aire se comenzó a calentar y cuando el hielo se empezó a derretir, Ymir fue creado. Él era un dios malévolo. Mientras Ymir dormía, sudó y dio vida a dos gigantes de hielo machos y a una hembra igual. Se derritió más hielo con el tiempo y se creó una vaca. La vaca daba mucha leche para alimentar a Ymir. La vaca se alimentaba a sí misma lamiendo los bloques de hielo. Después de varios días de lamer el hielo, descubrió en el a un hombre que tenía un hijo. El hijo se casó con una de las hijas del gigante de hielo y tuvieron tres hijos que mataron a Ymir. La sangre que fluyó de Ymir ahogó a todos los gigantes de hielo excepto a Berglimir y a su esposa. Tomaron la carne y huesos de Ymir y crearon con ello la Tierra. Mientras caminaba por la faz de la Tierra, Odin, uno de los hijos del gigante de hielo, vio dos troncos y les dio vida, mientras que otro de los hermanos les dio cerebros y sentimientos y el otro les dio la vista y el oído. De este hombre y esta mujer se creó toda la vida que hoy existe.

Los Chinos

then this is clear to usLos chinos creen que en el principio el cielo y la Tierra eran uno solo. el universo era un gran huevo negro que cargaba a un dios, Pan-Gu, dentro de sí mismo. Pan Gu despertó después de una siesta de 18 mil años y quería salirse del huevo. Tomó su hacha y lo rompió. La luz que entró se convirtió en los cielos y las partes más pesadas se convirtieron en la Tierra. Pan Gu se paró entre ambos, su cabeza tocando el cielo y sus pies plantados en la Tierra. Los 3 juntos (cielo, Tierra, Pan Gu) crecieron 3 metros diarios. Después de 18 mil años más, dejaron de crecer. Después de que murió Pan Gu, su aliento se conviritó en el viento y las nubes. Su voz son los truenos y sus ojos son el sol y la luna. Las montañas de formaron de su cuerpo y sus extremidades y los ríos y océanos están hechos de su sangre. La tierra fértil es de sus músculos y los caminos son sus venas. Las flores y los árboles son su piel y su vello corporal, mientras que las estrellas son de su cabello y su barba. Las perlas y el jade vienen de su médula ósea y su sudor es la lluvia y el rocío.

Los Australianos

Roy..Arnhem Land, Australia..En Australia creen que la Tierra era plana y estaba vacía en el principio. No había luz, vida o muerte. El sol, la luna, las estrellas y los ancestros todos dormían bajo la Tierra. Cuando los ancestros se levantaban, caminaban por la tierra en forma humana, forma animal, forma de plantas o una combinación de formas. Había dos personas que se formaron de la nada y en sus caminatas por la superficie de la Tierra encontraban plantas, animales y humanos a medio terminar. Entonces les formaban cabezas, cuerpos y extremidades usando arbustos. Así fue como se formaron las personas sobre la superficie de la Tierra. Después del trabajo de la creación de las humanos los ancestros volvieron a dormir. Algunos volvieron debajo de la Tierra y otros se quedaron en forma de plantas o animales. Dejaron caminos sagrados, los cuales se pueden ver en forma de manantiales, rocas y árboles.

Los Indios Apache

Eskadi - ApacheEllos creían que en el principio no había nada. De pronto, había un disco delgado con un hombre adentro. Después de despertar de su siesta volteó hacia arriba y apareció la luz, al voltear hacia abajo creó un mar de luz, al este él creó el amanecer y al oeste el atardecer. Después de crear toda la luz, juntó sus manos y las movió rápidamente hacia abajo. Apareció así una niña en una nube. Él le preguntó a la niña a dónde iba pero ella no le contestó. Ella le preguntó de dónde venía él, y él dijo que del este. Ella le preguntó dónde estaba la Tierra y él le preguntó a ella dónde estaba el cielo. Él cantó cuatro veces, que es el número de la suerte para los Apaches. Abrió sus brazos rápidamente y apareció el dios sol. Luego bajó sus manos y apareció un pequeño niño. Los cuatro dioses estaban ahora presentes y se dieron todos la mano, revolviendo su sudor, y después volvió a cantar cuatro veces sobre crear la Tierra. Después de juntar sus manos, apareció una bola café. La pateó y se expandió, la niña la pateó y se volvió a expandir, luego el dios sol y el niño la patearon y se continuó expandiendo. Luego le dijo al viento que se metiera a la bola y la explotara. El Creador creó a más dioses para que supervisaran las cosas en la Tierra. Creó trabajadores para que ayudaran a construir la Tierra. Una vez que el trabajo había terminado, despareció, dejando a los otros la tarea de crear a la población de la Tierra.